domingo, 20 de junho de 2010

A propósito de Galiza e Olivença (cartas entre Carlos Leça da Veiga e Carlos Loures)

O nosso colaborador Josep Anton Vidal enviou a Carlos Loures a carta que a seguir publicamos. Embora o castelhano não seja a sua língua, como todos os cidadãos do estado espanhol foi obrigado a aprendê-la e escreve nesse idioma por nos ser mais acessível do que o seu catalão. Josep Vidal sabe português suficiente para ler e compreender, por o ter estudado, mas insuficiente para escrever. Eis a carta:

Carlos,


He seguido con mucho interés el debate en Estrolabio sobre Olivença. Interés por la reivindicación histórica en sí misma y por los paralelismos y relaciones que se establecen con otras realidades igualmente conflictivas. Me hubiera gustado intervenir en la polémica, pero no he encontrado el momento para poner en orden las ideas que, no obstante, no puedo dejar de compartir contigo en atención a tu invitación a participar. Hubiera querido alejar el debate de los referentes históricos y llevar la mirada al presente y abrirla hacia el futuro, porque de eso se trata. Creo que con demasiada frecuencia las construcciones mentales sobre el pasado, que aportan tanta profundidad a nuestra conciencia como personas y como ciudadanos, están, por otro lado, tan contaminadas de los vicios y defectos del pasado que, en lugar de ser una lente para contemplar el presente y un trampolín para acometer el futuro, se convierten en una losa o una muralla que nos impide ir más allá. Es como si la historia no sólo nos hubiera legado una realidad de facto, con sus cicatrices y con sus heridas aún abiertas, sino también la mentalidad, el punto de vista, el edificio mental que generó esa realidad. Y nos olvidamos de que nuestro tiempo es distinto, que contamos con un edificio mental y de valores con el que no contaban nuestros antepasados. La democracia es una palabra antigua, pero es apenas una noción incipiente, que aún no ha conseguido liberarse, entre nosotros y tal vez tampoco más allá de nosotros, de la carga asfixiante de valores, criterios y argumentos heredada del pasado. Así, por ejemplo, frente a la necesidad de "excelencia de los ciudadanos" como requisito para conseguir la excelencia democrática, que obligaría a fomentar la crítica, el debate, la argumentación, el contraste de pareceres, etc., nuestras democracias oponen la propaganda, la mitificación de los líderes, la subordinación doctrinaria a las consignas del partido, el afán de poder, los intereses particulares, la superficialidad acrítica y el panem et circenses.


Los monarcas del pasado - los de hoy son harina de otro costal, lo cual no quiere decir que sean mejores, sino que sus males son ya otros - administraban sus reinos como se administra el patrimonio personal, el conjunto de sus propiedades. Conquistaban y poseían, repartían entre sus hijos y dividían territorios y fortunas, trazaban fronteras, anexionaban propiedades, cedían territorios con bienes y personas... Todo era patrimonio real. La edad moderna, además, hizo olvidar el compromiso de contraprestación que había caracterizado los pactos feudales entre señor y vasallo, y los sueños imperiales configuraron monarcas absolutos y despóticos, que administraban sus reinos con mano tan dura como inflexibles eran los postulados sobre los que asentaban su autoridad. Los movimientos revolucionarios, los cambios sociales y la transformación de los sistemas de producción y de la economía, que depositaron la riqueza en otras manos y la supeditaron a otros intereses, hicieron que la vieja noción de patrimonio, ligada a la tierra y a la herencia, a los bienes y pertenencias, resultara poco operativa para afrontar los nuevos retos. El patrimonio fueron entonces la relaciones comerciales, los bienes usurpados con que se alimentaban las metrópolis... Es decir, pasó de ser un bien mensurable -que podía contarse por pasos, "recorrerse"- a ser un bien simplemente contable -que se medía por pérdidas y ganancias-, abstracto, desvinculado de lo inmediato. Fue un cambio esencial y, por tanto, literalmente "transcendente", porque transcendió su propio ámbito y penetró en otros ámbitos y afectó estructuras profundas de los nuevos sistemas constitucionalistas. Si la noción "patrimonial" llevaba implícita la noción de unidad, la dispersión colonialista suponía una disgregación, una pérdida de referentes, y esto generó, por un lado, un proceso de ideologización de las metrópolis y, por otro y a un mismo tiempo, un proceso de idealización del territorio. El Romanticismo consagró el concepto de "patria" como noción espiritual y emotiva capaz de aglutinar, compactar, fusionar lo distante en una sola unidad "emocional" y abstracta, pero, pese a ello, mucho más sólida que el territorio mismo. Porque era capaz, incluso, de reforzarse con las desgracias y las calamidades, de fortalecerse con las pérdidas, de elevarse hasta el sacrificio y la inmolación. Porque, siendo una idea, no alimentaba intereses, sino fidelidades, es decir, abnegación, entrega generosa, amores y fanatismos. En Une tragédie française. Été 44: scénes de la guerre civil, Tzvetan Todorov nos da una definición contundente y aplicable en este caso, cuando, hablando de uno de los personajes (el jefe de la milicia y colaboracionista Francis Bout de l'An) dice "es evidente que se trata de un 'idealista', es decir, un hombre que prefiere los principios a las personas".

El reemplazo de la unidad basada en lo patrimonial por la unidad basada en lo patriótico es la solución para que un determinado edificio mental, una determinada argumentación del poder y de la autoridad, en lugar de venirse abajo, se fortalezca. Y así, a veces, nos sorprendemos a nosotros mismos, pese a estar comprometidos con nuestro tiempo y con la modernidad, atrapados en estructuras conceptuales y argumentaciones ya periclitadas. Es una especie de dictadura del pasado, que se levanta de repente como una barrera entre nuestra mirada y nuestra realidad, y entre la realidad y nuestra capacidad de mirar al futuro. Es como esas fotografías de gran formato que quienes visiten estos días Barcelona podrán encontrar en algunos lugares de la ciudad y que reproducen acontecimientos históricos ocurridos años atrás en el mismo lugar en que se exhiben. Así, por ejemplo, en la plaza de la catedral podemos encontrar la imagen de un grupo de penitentes en la Semana Santa de 1957, una instantánea de la manifestación de un grupo de 130 sacerdotes contra la dictadura o la imagen de Franco, en coche descubierto, junto al alcalde de la ciudad durante la visita que efectuó a la ciudad en 1970. (1) Esas fotografías que irrumpen del pasado, interrumpen de repente la visión de lo inmediato interponiendo una instantánea de un hecho que obliga al ciudadano -tal vez ignorante de la historia- a incorporar a su visión de lo inmediato -y a su estructura mental- una nueva dimensión temporal, pero no sustituyen la visión del presente, sino que impulsan un conocimiento más profundo del entorno y, de algún modo, condicionan la interacción -y las respuestas- del ciudadano con ese espacio, estableciéndose un vínculo más profundo, más arraigado.

De un modo similar, la realidad, y especialmente determinadas realidades de injusticia histórica, aparecen ante nosotros de repente interrogándonos de modo inexcusable. Esas imágenes refuerzan y enraízan nuestra vinculación con nuestro entorno, sea más próximo o más lejano, y modifican nuestras respuestas y nuestra orientación de futuro.

Son, de algún modo y salvando un siglo de distancia, un eco de las palabras de Miguel de Unamuno en su lección inaugural del curso 1900-1901, en Salamanca: Historia es lo que en torno vuestro ocurre, el motín de ayer, la cosecha de hoy, la fiesta de mañana. Sólo con el hoy aquí entenderéis rectamente el ayer allí, y no a la inversa; sólo el presente es clave del pasado y sólo lo inmediatamente próximo lo es de lo remoto. Lo que no descanse de una manera o de otra en el presente, ya a flor de él, ya en su lecho de roca sedimentado, no fue más que fugitiva apariencia. Es el presente el esfuerzo del pasado por hacerse porvenir, y lo que al mañana no tienda en el olvido del ayer debe quedarse.

Tal vez las aspiraciones de independencia, o de reparación histórica, puedan alimentarse del pasado, pero ningún proceso de independencia se abre camino ni se consigue ninguna reparación eficaz sobre la argumentación del pasado. Y lo mismo diría sobre el patriotismo, que puede alimentar las aspiraciones de independencia -y también las contrarias-, pero no es suficiente para avanzar por ese camino. La independencia, como la reparación histórica, es siempre una respuesta al presente con una propuesta de futuro que supone la revisión y la reconstrucción de las relaciones y los compromisos entre los ciudadanos y un Estado.

Por eso creo que toda reivindicación territorial, de la naturaleza que sea, ha de incorporar una lectura de la realidad inmediata y un proyecto político de futuro en el que los ciudadanos se reconozcan y al que puedan incorporarse y adherirse democráticamente. No creo que sea una cuestión ni de patriotismo ni de reparación histórica entre estados. Es, por lo menos principalmente, una cuestión de voluntad colectiva y de ejercicio del derecho a establecer, sobre la base de la identidad colectiva, en libertad y con la fuerza democrática necesaria, las relaciones y los vínculos políticos. Esto supone también la construcción de una nueva arquitectura mental para la política, la construcción desacomplejada del Estado sobre la base del pacto y de las garantías de las libertades. En cuanto al cómo conseguirlo, no tengo la respuesta, ni creo que deba tenerla, porque es una tarea colectiva, de voluntad de progreso. Aunque estoy convencido -sin ninguna pretensión de que mi convencimiento valga más que el de otros- de que ni el patrimonialismo ni el patriotismo nos van a facilitar la tarea, y de que el objetivo de todo proceso de independencia es la libertad para establecer vínculos más firmes, eficaces y respetuosos entre los estados y entre los ciudadanos, que, por encima de todas las singularidades y particularismos, tienen el compromiso común e irrenunciable de administrar en beneficio de todos -de todas las personas y de todos los pueblos y de todas las generaciones- el "patrimonio" común.

Carlos, antes de acabar quiero decirte que aquí, en Cataluña, se ha vivido con auténtico sentimiento de pérdida la muerte de Saramago. Era un escritor muy leído, pero era, sobre todo, una persona valorada y querida por su entereza ética.

Un abrazo

Josep A. Vidal



(1) Se trata de la instalación Repressió i resistència, con la que su autor, Ricard Martínez, continúa una línea de trabajo sobre la memoria histórica, la "arqueología del punto de vista" (http://arqueologiadelpuntdevista.blogspot.com/).

1 comentário:

  1. É bem verdade, a propriedade é bem menos importante que o querer do povo, embora isso não questione a ilegalidade.

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