A. Vidal
Josep A. Vidal
Una vez más la parafernalia del Mundial de fútbol ha prestado oportunamente servicio a la política ayudando a silenciar los ecos de la manifestación del pasado sábado en Barcelona, un acto de afirmación y defensa de la identidad y la dignidad catalanas.
Es fácil decir que la sentencia emitida por el Tribunal Constitucional contra el Estatuto de Cataluña es un despropósito, un disparate, un ataque... Porque lo es, sin duda, al margen de la consideración que merezcan a unos y otros las argumentaciones y contraargumentaciones jurídicas esgrimidas por los miembros del tribunal. Es un despropósito ya desde su origen, pero sobre todo lo es por su desenlace; porque los miembros del Tribunal –que han necesitado cuatro años y toneladas de ridículo para ponerse de acuerdo– han venido a sentenciar que, salvo ellos, nadie en este país es capaz de leer, entender o interpretar adecuadamenta la Constitución española, ni siquiera los juristas, economistas y expertos de todo tipo que participaron en la redacción, el debate y la aprobación del Estatuto de Cataluña. Para los doce miembros del Tribunal Constitucional –uno de ellos fallecido y no sustituido–, todos aquellos juristas y expertos, asesores y políticos que intervinieron en el proceso parlamentario y que –después de mucha discusión, mucho recorte y mucho pacto– consideraron que el Estatuto de Cataluña se ajustaba suficientemente a la Constitución, son, según se ha visto, unos perfectos ignorantes en legislación.
Pero, por si el escándalo fuera poco, el Tribunal Constitucional –con el beneplácito de los dos grandes partidos de ámbito estatal: PP y PSOE– ha dejado pasar cuatro años de legislatura del Parlamento catalán y de gobierno de la Generalitat de Catalunya con el nuevo Estatuto en vigor. Cuatro años de legislatura equivalen a un gran número de leyes discutidas y aprobadas por el Parlament de Catalunya, de negociaciones y acuerdos de gobierno establecidos con unos y otros, de previsiones presupuestarias y compromisos contraídos, que ahora, a la luz de la sentencia, habrá que revisar y, en lo que proceda o en su totalidad, dejar sin efecto. Ningún país democrático y dotado de sentido común político debería permitirse un disparate semejante, y mucho menos debería dejar el control constitucional en manos de personas cuya trayectoria y cuyo posicionamiento ideológico los tiene anclados en el pasado y no son garantía de objetividad.
Pero definir como despropósito una sentencia argumentada es un simple desahogo, no tiene ninguna eficacia jurídica ni argumentativa. Por eso prefiero ver la sentencia y la actuación del Tribunal Constitucional como una “radiografía” de la realidad política española. Probablemente estoy llamando “radiografía” a algo que Valle-Inclán denominó “esperpento”: la visión de la realidad a contraluz, o en un espejo cóncavo, que nos muestra el poso trágico de sus contradicciones más profundas.
El gran mal de España, lo que impide que este país fragüe en la historia y en el mundo de hoy, es que se detesta a sí misma. A fuerza de imágenes distorsionadas –como los espejos cóncavos del esperpento valleinclanesco–, de espejismos ilusorios, de grandezas y miserias, de prejuicios y desconfianzas, de desprecios y arrogancias, ha destruido siempre lo mejor de sí misma. “For each man kills the thing he loves” (cada hombre mata lo que ama), dice Wilde en su Balada de la cárcel de Reading. De igual modo el nacionalismo español es la losa con que se ahoga la vida de este país; a fuerza de amar la imagen ilusoria de un país inexistente, de imaginarlo monolítico, unilingüe, mesiánico, es incapaz de amar su propia esencia, plural y diversa, plurilingüe, con una riqueza cultural extraordinaria y con valores y méritos suficientes –en esa su realidad no aceptada– para contribuir, desde la pluralidad, al desarrollo y la armonización de un proyecto político integrador que fuera también presencia integradora en un mundo plural, multilingüe, multicultural.
Por eso precisamente, como señalaba J. M. Brunet en las páginas de La Vanguardia (“Un fallo lleno de prejuicios y castillos en el aire”) del pasado sábado día 10, la sentencia del Tribunal Constitucional no se ha emitido desde el articulado de la ley, sino desde la prevención, desde el prejuicio. No se ha emitido para contribuir con el dictamen jurídico a la gobernación constitucional del país, sino para prevenir excesos y desviaciones. No es jurídica –o no lo es exclusivamente–, sino, ante todo, como señala certeramente el articulista, “preventiva y terapéutica”.
Con superficial inconsciencia, destacados miembros de la política española han dicho que la sentencia respeta más del 90% de la ley. Pero también en el seno del Tribunal Constitucional –cuyos miembros han tenido que pactar el veredito– hay quien lamenta no haber podido llegar más lejos en los recortes. Lo cierto es que, con independencia del tanto por ciento conservado, los recortes se han aplicado con precisión quirúrgica:
- El término “nación” puede exhibirse en relación con la cultura, la lengua y lo privado, pero no tiene validez jurídica, porque no hay más nación que la española en términos jurídico-constitucionales.
- El pueblo catalán no es sujeto jurídico, por lo que la soberanía corresponde al pueblo español en exclusiva.
- El único fundamento jurídico del autogobierno es la Constitución. No existen, en el caso de Cataluña –a diferencia de lo que ocurre con Navarra y el País Vasco– razones históricas con validez jurídica.
- La lengua catalana, oficial junto con la lengua castellana, es de uso normal, pero no preferente. Por tanto, en Cataluña no va a ser posible hacer efectiva la disponibilidad lingüística –es decir, la posibilidad de ser atendido en catalán o castellano en cualquier lugar, según los usos lingüísticos del ciudadano, comprador, cliente, etc.–, salvo en la relación con los poderes públicos. En la enseñanza, se reconoce el derecho a recibir las clases en catalán, pero se apunta hacia el establecimiento de facto de una doble vía para la enseñanza –que espero que no llegue a hacerse realidad– que produciría la segregación de dos líneas, en catalán y en castellano, como ocurre en la Comunidad Valenciana, donde el cisma lingüístico es escandaloso.
- La relación entre Cataluña y el Estado no es una relación entre iguales. Por tanto, los organismos estatales podrían actuar jerárquicamente sobre los organismos autonómicos aunque las competencias hayan sido transferidas al gobierno de Cataluña (?).
- Se suprime la obligación del Estado de invertir en infraestructuras en Cataluña en función del PIB catalán. Dicha obligación –uno de los grandes logros del Estatuto, que podría paliar el déficit histórico de la inversión estatal en infraestructuras– no es considerada vinculante para el Estado.
- En cuanto a la fiscalidad, se elimina la obligación de tener en cuenta el esfuerzo fiscal de las distintas autonomías a la hora de determinar la contribución a los fondos de solidaridad y compensación territorial, por lo que la decisión vuelve a quedar al arbitrio del Estado, con independencia del sacrificio –y el ahogamiento– que pueda producir en la economía catalana.
- Se echa por tierra la reorganización del territorio en “vegueries”, un tipo de división territorial más ágil y ajustado a la realidad que las provincias. El Tribunal acepta que pueda implantarse una división en “vegueries”, siempre y cuando las siete previstas por la ley catalana que se está debatiendo se conviertan en cuatro y sus límites territoriales coincidan con los de las cuatro provincias actuales. Es decir, un simple cambio de nombres.
En resumen, toda la voluntad de concreción del Estatuto, que pretendía cerrar una práctica política basada en la “lectura interpretativa” y en la “discusión permanente” que imponía un esfuerzo desproporcionado para dar cada paso; la voluntad de recomponer desde criterios de equidad y equilibrio territorial basados en la solidaridad pero no en la expoliación ni en el abuso; la identidad jurídica, y algunas otras cosas esenciales para Cataluña han recibido un hachazo que significa el retorno a la ambigüedad, a la subordinación y al sometimiento...
Con la posibilidad añadida de que se sume a todo ello –en mayor o menor grado– el menosprecio injusto, la arrogancia ignorante o el escarnio culpable que tan a menudo utiliza el nacionalismo español –ya sean medios de comunicación, instituciones o particulares– como respuesta a lo que ellos denominan con hastío “el incorregible victimismo de los catalanes”.
quarta-feira, 14 de julho de 2010
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Entre as nações oprimidas pelo centralismo castelhano, talvez a Catalunha seja aquela cujo povo detém um maior grau de consciência cívica e de conhecimento sobre a sua língua e sobre a sua história.Na Galiza, havendo uma forte corrente independentista, não me parece existir de forma generalizada essa convicção identitária que noto nos catalães em geral. O País Basco, como sabemos, é um caso diferente destes dois - a luta armada conduzida pela ETA, obriga a extremar posições. Três nações, três modos diferentes de enfrentar a opressão. Só uma coisa em comum - o opressor. Que não fará concessões a menos que a tal seja obrigado. Tentar chegar à independência sem produzir rupturas violentas, parece-me difíil, senão mesmo impossível. A vitória do estado espanhol no campeonato do mundo, foi uma derrota do grande movimento cívico que produziu a gigantesca manifestção de sábado, em Barcelona.
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